Hace casi veinte años que escribo principalmente crítica de cine. El último año traté de despejarme un poco, casi que me tomé año sabático para sacudirme de encima la cinefilia vomitada en texto, y escribir y dibujar sobre otros hemisferios de mis papilas gustativas. Aunque siempre vuelvo porque soy cinéfago, me como al cine doblado o con subtítulos. Ahora regreso a este blog con una de mis últimas críticas, pequeño texto que escribí a fines de 2012 para la versión web de la revista El Amante, en el contexto de un dossier motivado por el suicidio del gran Tony Scott. Es sobre una película que me define un poco y le dedico la crítica a Hernán Panessi, un capo que banco muchísimo, y que me alienta a escribir, y a los amigos y amigas de Laptra, cuya remera tengo puesta desde que canto sus himnos gloriosos.
Marea roja (Crimson Tide, EE.UU, 1995, 116') dirigida por Tony Scott, con Denzel Washington, Gene Hackman, Matt Craven, George Dzundza, Viggo Mortensen, James Gandolfini.
Es probable que el poder dramático del subgénero submarino sea su unidad de espacio claustrofóbico que empaqueta todo en una narración ajustada hasta la asfixia, pero también porque el suspenso tiene mucho que ver con la belleza dramática de las escenas subacuáticas (los clichés del subgénero: la inundación del submarino, el combate a torpedazos), que Scott entrega con discreta estilización olímpica, como un clavadista que se hunde sin salpicar de más (tras el suicidio de Scott, arrojándose de un puente, esta puede ser una comparación un poco negra, pero valga como homenaje a quien murió en acción, en su ley).
Pero toda la inteligencia audiovisual de Marea roja está en el prólogo, a partir de un efecto del montaje: a un informe de la CNN sobre la supuesta amenaza bélica desencadenada por Rusia le sigue un feliz cumpleaños infantil con un mago, ambas secuencias filmadas en video, a diferencia del resto de la película. Trucos mediáticos, lo íntimo y lo político a un corte directo de distancia, ambos homologados por el formato, pero también montando un diálogo entre la idea de engaño de la puesta en escena, tanto de la felicidad como del horror, como expresión del gran conflicto contemporáneo, nada abstracto por la cercanía de la Guerra del Golfo. Pareciera más bien un comienzo distanciador a lo Brian de Palma, esos gestos formales que bien activados son un arma cargada de cine. A veces Scott no hacía películas de género donde la acción y la reflexión eran irreconciliables, sino que se movían con la misma fuerza. Y si esta es una de las películas más antibélicas que existe (releer la frase de Washington de arriba) es porque los protagonistas se cagan a trompadas. Scott podría repetir lo que decía Herman Melville, alguien que también supo transitar los mares con inteligencia y sensibilidad: me gustan los pacifistas, sobre todo los que pelean.
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