jueves, 25 de octubre de 2012

LSD (Love Sylvester's Disco!)


Recién ahora encuentro este documental abreviado donde John Waters da una definición perfecta de Sylvester, refiriéndose a la participación del cantante afro junto a The Cockettes, compañía hippie-drag psicodélica de los 60: "El no era un hippie de barba con un vestido, era Billie Holliday o Diana Ross en LSD". Si lo hubiese visto antes, incluía esa definición en el texto que escribí para el suplemento Soy, a propósito del libro La historia secreta del disco de Peter Shapiro. Abajo les copio el final de la nota, que se puede leer completa acá (y les recomiendo que, si no recuerdan o no saben quién es Sylvester, hagan clic en el link al video que nombro en la nota, siempre y cuando estén en un lugar que les permita bailar a sus anchas, si no van a tener que correr los muebles para hacer lugar, porque el que no baila con eso en vez de sangre debe tener detergente en las venas).

Lydia Lunch, citada en el libro de Shapiro, lo dice con metáfora orgánica: “La música es el tejido conectivo entre protesta, rebelión, violencia, conciencia sexual y comunidad”. Tal vez esta conexión llegó a su éxtasis a través de Sylvester, responsable de los falsetes más andróginos y orgásmicos del Hi-NRG, una abreviación de alta energía, un subgénero de la música disco creado a partir del acelerado beat del bombo que reproducían el galope del caballo como banda sonora sexual, con líneas melódicas de sintetizadores donde convergía el grito de placer con el ruido de la máquina. Sylvester era un afroamericano queer, uno de los primeros cantantes populares abiertamente homosexual, que había sido parte de los espectáculos hippie-drag de The Cockettes a fines de los ’60, imitando a Josephine Baker. Pero en su carrera solista, en el auge total del disco, su máximo hit fue “You Make Me Feel (Mighty Real)”, aun con potencial rupturista en su desafío a las convenciones que son síntesis de las políticas de resistencia integracionistas del movimiento dance. “Mientras gran parte de la música que coloreaba la escena disco gay tenía la alegría insistente de un espectáculo de porristas de secundaria y por lo general conjuraba ante todo la imagen de dos muñequitos de esos que mueven la cabeza como asintiendo chocándose mutuamente, ‘You Make Me Feel (Mighty Real)’ interpelaba a la tradición musical afroamericana preguntándole qué ‘realidad’ se suponía que debía representar para los hombres negros gay que, prácticamente alienados de la sociedad entera, estaban forzados a esconder sus identidades verdaderas a lo largo de casi todas sus vidas... Sylvester contrariaba al exterior indiferente del synth pop con una intensísima expresión de arrobamiento. El modo en el que Sylvester cantaba ‘I Know You Love Me Like You Should’, corriéndose hasta un registro tan alto que sólo podía ser completado por un zumbido de sintetizadores, bien podría ser el momento ‘diva’ definitivo de la historia del disco.” Basta mirar el video del hit: su perfomatividad drag múltiple mezcla estética leather de botas de cuero con glam marciano a lo Bowie, pero también abanico de teatralidad marica retro y turbante afro con perfume de gospel, entre otras modulaciones del crossdress. Y aunque, por momentos, Sylvester es el único en una discoteca vacía, parecería representar a todos y todas en un mismo cuerpo, su nombre es legión. Para cuando aparecen las bailarinas interraciales, encabalgadas franeleando con gimnasta felicidad lésbica, este videoclip pre MTV termina de hacer de las políticas integracionistas del disco un legado luminoso de electroshock. Y esos destellos de juego ambiguo de fines de los ’70, para cuando Sylvester murió de sida en 1988, ya estaban lo suficientemente demonizados por el movimiento de la “Muerte del Disco”, con acciones como quemas públicas de vinilos dance empujadas por argumentos de odio y otros de seudociencia que parecían paródicos, como los de científicos de la Universidad de Ankara, en Turquía, que “probaron que escuchar música disco hacía que los cerdos se volvieran sordos y los ratones, homosexuales”. En un punto tenían razón, la sensualidad polimorfa del disco fue la cumbre del ratoneo para muchos homosexuales, pero también para heterosexuales y demás identidades espectrales sin nomenclatura que titilaron en el tornasolado auge de ese amor libre electrificado.

lunes, 15 de octubre de 2012

Domingos de Ramos

Calzaba borceguíes las cuatro estaciones y sobre mi cama, mi altar adolescente: póster de Ramones con collage fotográfico de la grabación de Bad Brain y otras canciones de su ruta a la ruina. Se acercaba el final de los 80, una década corta, y mi punk interior latía con un folletín que salía en el Sí de Clarín, firmado por Laura Ramos. Había vuelto de Lanús a vivir a la casa-departamento natal de Barracas, y ya tenía la independencia suficiente para vivir en primera persona lo mortal que era Buenos Aires, ciudad-paraiso que en ese momento Ramos exploró mejor que nadie para fundar una cosmogonía entre la crónica y la ficción, poblada por criaturas con las que me hermanaba la desobediencia pop. Mi identificación primaria era con el Chico Aguja, teleadicto criado en la trastienda de una mercería (aunque, de manera un poco anacrónica, yo trastocaba su sobredosis de tv por mi cinefilia enfermiza). En aquellos tiempos, mil y una noche me soñé personaje de Laura Ramos en Buenos Aires me mata. Sobreviví a aquellos años, por poco; no salí ileso pero acá sigo. Y para cuando Laura recomenzó a publicar en Clarín hace pocos años su nuevo folletín Cuadernos privados, ahora en formato dominical, ya nos habíamos cruzado un par de veces por ahí, desarrollando una amistad, dentro y fuera de su extraordinaria columna.
El domingo pasado, Laura me cumplió mi deseo secreto: convertirme en uno de sus personajes. Escribo esto y se me hinchan los lagrimales. Paro acá y sigue ella.

Por Laura Ramos

07/10/12
Además de considerarse un fetichista fundamentalista de las canas, las panzas y las barbas (Papá Noel es su ícono sexual), Diego Trerotola se define como anarco-culinario, glotón y omnívoro. Jovencísimo socio fundador del primer club de osos de Argentina, que difunde la estética del gay gordo, peludo y con barba como una sensibilidad positiva y erótica, su militancia agita contra el modelo hegemónico gay del joven David lampiño y delgado. En la ideología osuna encontró la guarida de sus obsesiones eróticas y alimenticias. Nada más delicioso que ir a la disco con un grupo de osos amigos y olvidar la música que están bailando para imaginar el desayuno de las siete de la mañana.

Su crónica (de paso, es un ultrasofisticado crítico de cine, además de actor de videoclips y músico amateur) de una aventura anarconeosexual con el director Stuart Gordon en un festival de cine causó cierto revuelo. “Nada puede elevar más mi pasión cholula que un viejo gordo asociado a la obscenidad, la perversión y el exceso del cine de terror. El palpitar de mi corazón flúo era tan fuerte, mi deseo era tan truculento, que tuve lo que merecía... Fue una relación bastante platónica, pero lo más parecido a un noviazgo sin sexo que tuve en mi vida… Nos reímos mucho, hablamos hasta cansarnos de cine de terror y le declaré, sin arrodillarme, que me casaría con él si él no fuese heterosexual. A pesar de mis avances desvergonzados, aceptó ir a solas a mi habitación, donde me dejó acariciar su panza firme y generosa: era el oso de peluche más eróticamente áspero que mi tacto rozó.”

El punk cambió su adolescencia. Su única remera de los Sex Pistols tuvo que robarla de una mesa de saldos –sitio ominoso para un héroe-, porque no tenía ni un centavo. De vuelta en su casa de Lanús, no se sacó la remera en todo el verano. De tanto usarla, la foto de Sid en blanco y negro se fue despintando progresivamente hasta casi desaparecer, o tal vez la tinta fue absorbida por la piel hasta confundirse con su sangre.Pero hubo años de su vida en que sólo escuchaba Ramones: “Ramones con sus canciones-cohete crearon el punk-rocket que largó chispas a lo pavote en la ya explosiva década del 70” (prosa de Diego). Él mismo es una leyenda rocker: lo vi varias veces arrojarse al público desde los escenarios de Él mató a un policía motorizado, una banda de “punk espacial”, y cantar en los de 107 Faunos, que además tomaron su cara como imagen de sus flyers.

Lo de la cinefilia arrancó más o menos así: el test vocacional que se hizo en el colegio señaló Artes. El día en que abandonó una clase de Filosofía para ver una película de Daniel Tinayre con Mirtha Legrand se dio cuenta de que se había equivocado. Sus verdaderas clases de cinematografía empezaron en los cines del centro de Lanús, pero la graduación llegó a los dieciséis años, el sábado a la tarde en que conoció a un cinéfilo de cuarenta y nueve en la puerta del cine Maxi. Noviaron en la sala del Cineclub Núcleo y en la majestuosa Lugones. Durante los cinco años en que duró el noviazgo (que, como en las verdaderas tragedias, terminó con la muerte) (la de Ernesto, por hiv) veían veinte películas por semana. La pasión ultrafetichista de Ernesto por el cine terminó de darle forma a su cinefilia. A los veinte años publicó su primera crítica.

La peluquería en la que trabajaba su mamá fue el parque de diversiones de su infancia. Los enormes sombreros plásticos para secar el pelo eran sus juegos de Italpark. Allí filmó su primer cortometraje, la historia de una peluquera vampira. En sexto grado se convirtió en héroe por haber sido el único al que dejaron ver (y el que aguantó hasta el final) el estreno de El exorcista por tele. Su condición de mago desde los doce años, un legado de su papá, que murió cuando él tenía trece, le sumaba un aura cool. Justo en ese momento engordó y se convirtió en el gordo. Le gustaba, y le sigue gustando ser el gordo. El mayor shock culinario de su casa familiar fue la llegada de la freidora eléctrica: era la televisión color de los electrodomésticos. Su mamá, delgada y preciosa, adora la fritura y los pescados fritos: sus rabas son míticas.

Su teología alimenticia, o más bien su Tractatus Logico-Philosophicus culinario (¡Viva el locro, el asado, la pizza y el fast food!) rechaza con énfasis la sal, un producto sobrevalorado y culpable de uno de los problemas claves del capitalismo: la insatisfacción consumista. La sal domina al mundo, advierte Diego, y también la cadena de frío. El enfriamiento de los alimentos es inútil, me alerta: la heladera es un electrodoméstico innecesario, al servicio de la mera acumulación. ¡Si todas las heladeras del mundo se desenchufaran se terminaría el calentamiento global!

Hace catorce años encontró, por fin, al oso de sus sueños: su novio Norberto (barba canosa, relación abierta) en algunas Navidades trabajó de Papá Noel en una juguetería.